México es un país culturalmente
diverso y complejo. Un país donde el arte y la historia se unen y le atribuyen
unos rasgos verdaderamente atractivos para cualquier extranjero que busque una
experiencia turística única y que deseé recordar para el resto de su vida. Las
playas mexicanas se encuentran entre las más valoradas de todo el mundo por su
belleza.
También es un país con gran
cantidad de recursos naturales que se plasman en el tan mencionado “cuerno de
la abundancia” al que los libros de geografía le suelen llamar. Con una
capacidad que se encuentra dentro de sus fronteras para catapultarlo a los
niveles del tan anhelado “primer mundo”.
Es también una nación rica en sus
propias costumbres y tradiciones, famosa y reconocida entre el resto de pueblos
de la tierra. Exitosa en los logros de sus deportistas o sus artistas, haciendo
del “Chicharito” o del “Chavo del Ocho” personajes ya en la esfera
internacional.
Otro indicio que resalta lo
anteriormente dicho es su gastronomía, con el honor de estar entre las cuatro
cocinas consideradas patrimonio inmaterial de la humanidad por la UNESCO.
Sin embargo, es también un país
con una problemática social y política grave. Donde, al inicio de este siglo,
la inestabilidad y la inseguridad, sumado a la impotencia de sus gobernantes
por mantener el control, le han merecido incontables rasgos para hablar de él
como un Estado fallido donde no existe imperio de la Ley alguno y la pobreza
acompañada de la violencia parece ser el único futuro posible para sus
ciudadanos.
Un mundo oscuro donde el miedo reina
tanto en ricos como en pobres y donde la esperanza de un día cualquiera es la
de no ser secuestrado. Pero ¿a qué se debe verdaderamente este presente
heredado por los mexicanos y su más que probable futuro? ¿Por qué está, en todo
caso, México destinado al fracaso?
Dentro de la idiosincrasia del
propio mexicano hay una tradición muy arraigada y tiene que ver con los
gobernantes. La clase política, la corrupta y manipuladora clase política que
se dedica a mantener sus cotos de poder, sin importar el partido al que
pertenezcan, ni si sean de izquierda o de derecha. Y en esto dicho es como se
expresa dicha tradición: la culpa es de los políticos.
Pero la respuesta a la anterior
pregunta curiosamente no es esa. La respuesta es sencilla e incómoda hasta
para quien la reconoce, ya que la culpa es del propio mexicano. Del ciudadano
de a pie. Del sencillo e “inocente”. El mismo que con tanto ahínco deja en
evidencia a sus mismos gobernantes.
Esto mismo tiene sus pruebas.
Ocultas relativamente, pues se han convertido en una realidad acostumbrada para
uno mismo, que no llega a ver los alarmantes defectos que posé la sociedad
mexicana en general.
En primer lugar, el mexicano es
excelente para criticar. En todas direcciones y en todo ámbito socio-cultural alza
el dedo para señalar y despojar de valor moral. Es una máquina perfecta. Basta
sencillamente con escuchar los rumores de la calle y se dará cuenta uno de que
todo está mal: la seguridad, las más recientes obras públicas, las lagunas
jurídicas, los mensajes del presidente de la nación, las familias enteras mendigando
bajo los semáforos.
Prácticamente nada está bien.
Todo está mal planeado, se ha hecho mal, se está haciendo mal o, curiosamente,
aunque todavía no está hecho, se hará mal. Y la sabiduría de este pensamiento
brilla por lo acertado que es. Todo bajo el contexto de la teoría de la
conspiración política, donde el foco de la más elemental de las maldades se
encuentra entre quienes llevan las riendas de la administración.
Sin embargo es el mismo ciudadano
quien cotidianamente se desenvuelve en todo lo criticado y quien más contacto entabla
con ese medio, con la vida diaria mexicana. Porque al investigar profundamente
el suceso, se encuentra dentro de la madriguera a una sociedad de infractores,
tan acostumbrada a no respetar las normas que se ve como algo perfectamente
normal hacerlo.
Una sociedad indignada por los
altos casos de corrupción a nivel político, pero cuyos integrantes prefieren
dar una mordida para evitar una sanción de tráfico o librarse del más mínimo
trámite administrativo -siendo el caso de la licencia de conducir, donde
sorprendentemente los propios profesores de las auto-escuelas ofrecen a los
alumnos optar por la vía ilegal-.
O ni siquiera tratándose del
cohecho, sino del menosprecio a las más básicas de las normas cívicas,
eliminando la consideración hacia el prójimo, estacionando el coche a medio
camellón, con música a todo volumen durante las más delicadas horas de la noche
e impidiendo el sueño de quienes deben levantarse la mañana siguiente para
trabajar.
El mexicano es falso, porque, a
pesar de todo lo dicho, cuando sale de su país se rodea de un aire de
exclusividad, de superioridad para con sus paisanos y quiere hacerse parecer
más civilizado de lo que es en su propia tierra, dando una importancia casi
religiosa a las reglas cuando está en Europa, en Canadá o Nueva Zelanda.
Inclusive y aún más alarmante por
los tiempos que corren, es el ansia del mexicano por seguridad. Por sentirse
seguro, vivir seguro y dejar de temer al crimen organizado, protagonista de los
más atroces delitos y definitivamente el problema que más preocupa al país.
Pero de nuevo, el ciudadano no se queda corto.
Exige seguridad, lo manifiesta y
se menciona en contra del narco, pero al mismo tiempo le compra su producto, financiando
el armamento con el que mata y lo enaltece escuchando alegremente sus hazañas,
los narcocorridos. Porque el fenómeno de la narco cultura en el país no es un
invento extranjero, sino algo puramente mexicano.
Y así se podría seguir denunciando
incontables casos donde el que se dice intelectual y habla de conciencia social se contradice con sus acciones. Porque resulta mucho más cómodo pensar en ser salvados por algún ejemplar dirigente que reconocer el grado de participación que tiene
cada quien en lo que estamos viviendo.
Incluso si tuviésemos al más puro y limpio de los presidentes, con una
verdadera visión patriótica y de servicio a sus gobernados, es por esto que
nosotros como mexicanos nos dirigimos directos al abismo maldito que por
nuestra falta de conciencia construimos todos.